MUJERES POBRES
(¿SALIMOS TAMBIÉN NOSOTRAS DE LA CRISIS? II PARTE)
Este sábado, 17 de octubre, se conmemora el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza. Se está hablando mucho
estos últimos años de la feminización de
la pobreza. Como la mayoría de sentencias, corremos el riesgo de que éste
se convierta en un eslogan más al que terminemos por banalizar y restarle
importancia, quedándonos en lo superficial y sin ahondar en lo que
verdaderamente hay detrás de ese término.
Según el informe de la Fundación FOESSA 2015 sobre Empleo Precario y Proteción Social, la crisis ha originado un espejismo que infrarrepresenta
y hasta invisibiliza las desigualdades de género. Esto ocurre porque los datos
de carácter individual que se utilizan en las estadísticas se han obtenido en
realidad a partir de una información agregada relativa al hogar como una unidad.
Es decir, que las situaciones particulares de las mujeres quedan ocultas bajo
el manto de la renta familiar y se considera que todos los miembros comparten
el mismo nivel de pobreza y de exclusión social. Pero, generalmente, esto no es
así.
El mismo informe pone de manifiesto que casi la mitad de las mujeres en España son
pobres o pasarían a serlo si no contaran con los ingresos de otros miembros
de su hogar. El bienestar material
de estas mujeres depende, en consecuencia, de que continúen vinculadas a esa
institución familiar porque no tienen ninguna independencia económica. En
términos de pobreza, esas mujeres no se contabilizan, pero potencialmente, y
desde luego en el momento en el que se rompen esos vínculos familiares, son
candidatas a engrosar las cifras de la exclusión social. Esta situación es especialmente grave cuando en el seno
familiar se producen situaciones de violencia de género y cuando, aún sin
haberla, se rompe la pareja pero la mujer no se atreve a abandonar la casa
familiar por esa falta de independencia.
Las mujeres que perciben ingresos por jubilación también
salen perdiendo en comparación con los hombres que alcanzan esa situación
sencillamente porque, en términos generales, los niveles de cotización son
inferiores en el caso de ellas.
Si hablamos de hogares monoparentales – a los que
haríamos bien en llamar monomarentales- los niveles de empobrecimiento también
son mayores que en el caso de familias constituidas por dos personas con su
descendencia. Este es un tipo de hogar indiscutiblemente feminizado: en cuatro
casos de cada cinco la mujer es la persona que se responsabiliza en solitario
de la familia. Estas familias han sufrido con especial énfasis los efectos de
la crisis, hasta el punto de que entre 2009 y 2013 el número de hogares monomarentales en situación de exclusión social ha
aumentado tres veces y media.
Permanecer impasibles no es solución. Es necesario
reaccionar, pasar a la acción para atajar estas situaciones. La pobreza está a nuestro lado y viste ropa de mujer, en muchos
casos. La base de esa desigualdad es, como siempre, social, de clase. Pero, además, cuando hablamos de las circunstancias citadas, es de género. Y eso
tampoco debemos ignorarlo. Hay soluciones, remedios. Desde luego, acabar con
toda discriminación por razón de sexo sería un buen principio. Mientras tanto,
hay que acudir en ayuda de estas personas que lo están pasando mal a la vuelta
de la esquina, como muchos ayuntamientos están haciendo ya. Y conseguir unas
mínimas garantías de supervivencia de carácter universal. Ante un día
internacional como el 17 de octubre reflexionemos, sí, y reivindiquemos, por
supuesto. Pero actuemos, sobre todo, actuemos.
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